Sábado, 2 de Febrero de 2002


Ser padres del hijo de otro Diario "La Rioja"


MARÍA LUISA BALDA MEDARDE, Psicóloga del Sistema de Protección de Menores del Gobierno de La Rioja


Cualquier persona es idónea para adoptar, de no ser que su economía roce la
miseria o que padezca un tipo de invalidez que le impida el cuidado
cotidiano de un niño o niña. Por otro lado, existen muchos niños en el
mundo que mueren de hambre, o que se encuentran hacinados en orfanatos
donde no reciben la atención que precisan, o que vagan solos por las calles
sin que nadie les asista, y a quienes cualquier familia podría darles lo
que necesitan.


Estas dos premisas conducen a muchas personas hacia una clara conclusión:
no se puede entender por qué se interponen tantos obstáculos en el camino
hacia la adopción de un niño o niña. Y es cierto: pocos parecen entenderlo;
ni tan siquiera lo comprenden los profesionales que rozan estos asuntos:
jueces, fiscales, médicos, sociólogos, trabajadores sociales, psicólogos...
Apenas ninguno lo comprende. Solamente parecen entenderlo unos pocos
técnicos y responsables que trabajan cercanamente con estos asuntos; ellos
son los únicos que defienden otras teorías, apoyándose en no se sabe qué
criterios o experiencias, y alegando que su objetivo es el interés de los
niños y las niñas.


La primera afirmación, "cualquier persona es idónea para adoptar"
(exceptuando situaciones de clara incompetencia), implica que la
oportunidad de ser padre o madre adoptivo no se diferencia de la paternidad
biológica más que en dos aspectos: la suficiencia económica y la ausencia
de graves discapacidades de los futuros padres. Esta creencia, entonces, se
fundamenta principalmente en la equiparación de los dos tipos de
paternidad. Es bien cierto que el afecto y la responsabilidad que sienten
los padres adoptivos hacia su hijo son comparables a los que habitualmente
genera la biología. Pero, sin olvidar este hecho, hay que aceptar otra
realidad: el afecto y la protección hacia los hijos no forman el eje de la
relación paterno-filial en un gran número de familias.

Si la biología asegurase el cariño y la responsabilidad parental, no
existirían los servicios de protección de menores, servicios que se saturan
de notificaciones sobre situaciones de todo tipo de maltrato infantil y de
denuncias sobre familias con especiales dificultades y conflictos,
problemas que apenas tienen que ver con la insuficiencia económica, ni con
la incapacidad física para atender a un niño/a. Si se asumiera esta dura
realidad, ante la que casi todo el mundo cierra los ojos, se comprenderían
mejor los argumentos que alegan los responsables del estudio y valoración
de los solicitantes de adopción.


Y, en otro sentido, también es ilustrativa la buena fe con que los
interesados en la adopción exponen esta idea: "Las personas que no estén
capacitadas no se atreverán a solicitarla". Y se equivocan. Se han
registrado solicitudes de adopción de personas gravemente enfermas o con
discapacidades invalidantes, de pensionistas sin recursos, de personas casi
ancianas... Y, del mismo modo, solicitan una adopción parejas y solteras/os
de cierta edad a los que les aterra la soledad de su vejez y buscan un
báculo salvador; pero también la solicitan parejas que pretenden
-ingenuamente- recuperar o sostener su matrimonio con la ayuda de un hijo
adoptivo; y, asimismo, quieren ser padres adoptivos personas que no cuentan
con apoyo familiar ni social, seres solitarios que esperan de un hijo lo
que no han sabido conservar o generar por ellos mismos: compañía y alegría
de vivir. Si un niño, cualquiera que sea su origen, es una mercancía
utilizable por los adultos, éstas y otras muchas razones igualmente
'generosas' serían válidas. Pero los niños y las niñas se merecen un mejor
trato.

Los niños susceptibles de adopción, sea cual sea su origen geográfico,
étnico o familiar, han sufrido malos tratos y penurias extremas: abandonos,
cambios constantes de cuidador, falta de estimulación y afecto,
desnutrición y desatenciones graves. ¿Son ellos los responsables de la
felicidad de sus futuros padres adoptivos o, más bien, deben ser los
adultos quienes estén preparados para atenderlos como necesitan y para
ayudarles a vencer las graves carencias que han vivido?

Regresando a las primeras afirmaciones, deberemos declarar que -sea como
sea la familia- un niño o niña vivirá y se desarrollará mejor en una
familia que en un orfanato, y más si esta institución se localiza en
cualquier país del segundo o tercer mundo. Y esto es cierto siempre y
cuando quienes le adopten sean seres con suficiente capacidad afectiva y de
cuidado, y que no le dañen o le abandonen de nuevo. Pero aun este argumento
es insuficiente, y significa desconocer la realidad de los niños y niñas
que residen en orfanatos o centros de acogida, porque casi todos tienen
cierta edad y presentan características que ninguna familia deseará que
reúnan esos hijos con los que ha soñado.


Además, este razonamiento también implica otras lagunas de conocimiento: se
ignora cómo funcionan los sistemas de protección y las leyes -autonómicas,
nacionales e internacionales- que los regulan, y se subestima el número de
solicitantes occidentales que desean la adopción de niños que viven en
países más pobres.

En cualquier lugar del mundo -sin nombrar ahora la existencia de mafias y
traficantes que se lucran con la vida de los niños-, los responsables de la
infancia desatendida trabajan en interés de los más pequeños; y, si éstos
pueden ser adoptados, les procuran la mejor familia dentro de las posibles.
Esto quiere decir que si en un país hay mil solicitudes registradas y son
quinientos los niños real y legalmente adoptables, las pretensiones de
numerosos solicitantes serán rechazadas. Por otra parte, en casi todo el
mundo, los criterios de evaluación son similares y se basan en los mismos
parámetros. Ante estas realidades, los responsables del estudio y
valoración de padres adoptantes deberán ser todavía más exquisitos en sus
apreciaciones.

Porque, ¿sería correcto que -para no enfrentarse a los solicitantes, para
no hacerles sufrir, para no desanimarlos- los servicios de protección
dieran paso a todos los que pretendan una adopción? ¿Qué pensarán éstos
cuando, después de invertir ilusión, dinero y tiempo, sus aspiraciones sean
desdeñadas en cualquier otro país? ¿Sería justo que el estudio de
solicitantes fuera superficial y en cambio se pretenda asegurar que el niño
adoptable sea un pequeño sano y cómodo en su adaptación? ¿Deberíamos
olvidarnos de conocer si unas personas concretas serán capaces de
vincularse con un hijo nacido de otros padres? ¿Sería bueno desconocer si
los futuros padres están o no preparados para aceptar como hijo y educar a
un niño que ha sido dañado por el abandono o los malos tratos?

Los responsables del estudio y valoración de los solicitantes de adopción,
al fin y al cabo, son profesionales que analizan, diagnostican y
pronostican. Y aunque, como todos los humanos, no estén libres de cometer
errores, lo correcto sería que otros profesionales no especializados
empezaran a creer que estos técnicos, por su formación y por su dedicación
específica, poseen una mayor experiencia y conocimiento para realizar este
cometido. Una tarea que implica tanta responsabilidad como sensibilidad:
dos condiciones necesarias para tomar este tipo de decisiones que afectan a
aspectos trascendentales e íntimos de las personas.